Alberto Fernández, el elefante en la cristalería
La esperanza que despertó la elección de Alberto Fernández, allá por 2019, se evaporó lenta y persistentemente antes de la primera mitad de su mandato. Hubo varios hitos desgraciados que fueron marcando el declive, hasta el punto de en los últimos meses convertirse en un mero presidente testimonial. Pero por detrás de esos momentos salientes estuvo siempre un liderazgo persistente en lo errático. Alberto fue el presidente que no fue. El elefante en la cristalería que rompió todo.
Uno de los momentos más señalados como el comienzo del fin fue Vicentin. El caso generó malestar con el sector agropecuario y en particular con el norte de la provincia de Santa Fe. Pero en verdad Vicentin no hizo más que desnudar cuestiones de fondo que persistieron estos cuatro años, como la falta de decisiones y la recurrente marcha atrás en muchas de las decisiones que sí se tomaron.
La improvisación y el amateurismo a la hora de gobernar fueron otras de las marcas indelebles del liderazgo de Alberto Fernández. Esa carencia siempre puede ser suplida con buenos equipos que rodeen al presidente, en tanto y en cuanto este escuche y se deje asesorar. Pero Alberto siempre escuchó poco y se dejó asesorar todavía menos.
Su gestión nunca priorizó la comunicación gubernamental. Y se notó. No logró instalar una narrativa porque nunca la tuvo. A partir de ahí los logros de gestión quedaron deslucidos, desarticulados, sin hilo conductor. Un gobierno que tuvo algunos logros positivos, pero no supo capitalizarlos nunca.
La contracara es todo lo negativo que la oposición sí logró instalar, mérito del oficialismo mediante. Vacunatorio vip, fiesta de Olivos y cuarentena eterna. Términos que quedan grabados en la memoria por el peso de los hechos en sí mismos y por la efectividad de la comunicación opositora.
Del otro lado, Alberto dio entrevistas sin preparación y discursos improvisados. Los brasileños salieron de la selva y la autoridad presidencial fue quedando cada vez más chiquita. Hasta que la mejor opción pasó a ser el silencio. En el final, su invisibilización fue un imperativo para el intento de supervivencia oficialista.
Es indiscutible que la presidencia de Alberto estuvo marcada por ese gran acontecimiento mundial que fue la pandemia. El evento más grande de lo que va del siglo. Alberto comenzó bien con el manejo de la cuarentena. Sin embargo, en ese éxito estuvo el comienzo del desastre. “El presidente se enamoró de la cuarentena”, dijo en algún momento Patricia Bullrich. El aislamiento no solo fue bastante prolongado y duro, sino que fue demasiado homogéneo para un país enormemente heterogéneo. La caída del PBI argentino fue una de las mayores del mundo.
Alberto llegó al gobierno con tres temas centrales en el plano social y económico: pobreza, inflación y deuda. Los tres se agravaron. Pero además, nunca pareció haber una idea consistente de cómo encarar el tema de la inflación y de la deuda con el Fondo Monetario Internacional. La generación de empleo no logró disminuir la pobreza porque de la mano de la inflación apareció un nuevo fenómeno: el de los trabajadores formales pero pobres.
Por supuesto, los errores de la gestión no fueron sólo responsabilidad de Alberto. La interna, los vetos cruzados, los funcionarios que no funcionaron y los dirigentes que no dirigieron, ni dejaron dirigir.
Tal vez había lugar para el albertismo. Una necesidad de parte de la dirigencia política y de la sociedad de una construcción más allá del kirchnerismo, con menos grieta y menos grito. Lo que le faltó al albertismo fue un Alberto. No hubo conducción.
Ocupar el sillón de Rivadavia y viajar en helicóptero le trajo aparejado ese mal que suele aquejar a los presidentes: la desconexión con la realidad. La negación de los índices de pobreza en una entrevista reciente es una gran muestra de esa desconexión. La frutilla del postre de la incapacidad de Alberto fue la recurrente victimización casi infantil, como cuando dijo que apuntaron a su helicóptero con una mira láser, o la lavada de manos, como si no tuviese nada que ver con el fracaso de la gestión que encabezó.
El gobierno de Alberto fue un gobierno que renunció a dirigir a la sociedad, algo que se hace indefectiblemente por medio de la comunicación política. El enorme déficit comunicacional tuvo el resultado de que no instaló en la memoria social ningún logro de gestión. Además, las emociones negativas suelen tener más peso y son más recordables que las positivas. Con suerte será un presidente olvidado con los años. Aunque es más probable que se un presidente mal recordado. Un elefante en la cristalería que rompió todo.